Advertencia a las lectoras: Si a lo largo de esta
columna aparecen frases sin terminar, ideas repetidas o inconexas, sepan
comprender que mientras tecleo hay un niño entre mis piernas. No, no estoy
pariendo. O sí: estoy pariendo las vacaciones de mi hijo sin colonia.
Menos mal
que tengo sólo un pibe, empleada y departamento con amenities. Sin embargo, son
las seis de la tarde, la niñera acaba de salir corriendo con la puntualidad de
un maestro relojero y Julián me mira fijo a ver cuándo mamá larga la compu y se
digna a jugar con él. Pero mami, que en sus ratos libres es periodista, tiene
que entregar esta columna y necesita ponerse a escribir. Dale Juli, entretenete
un ratito solo ¡porfi!
Entre frase y frase ya jugamos a las escondidas, lo
puse a dibujar a toda la familia, fuimos a dar una vuelta en bici, sacó la masa,
los bloques, los autitos, los bolos; hicimos lucha de superhéroes, me desafió al
veo-veo, le atajé penales en el living. Y ahora qué hacemos, pregunta con ojos
brillantes de ansiedad.
&/()=TYL$K”WIS#OEK”I~O$%RTLF9dsufjslkñ Es él, de
nuevo acá. Andá a regarme las plantitas, ya voy.
La diversión rentada incluía pileta, juegos, merienda,
un deporte con pelota por día pero costaba 6 mil quinientos pesos el medio
turno ¡por mes! y nos pareció oportuno dejar a nuestro hijo experimentar el
aburrimiento. Habíamos leído varios artículos sobre los beneficios del ocio en
vacaciones, de cómo saturamos a los pibes de actividades que los estresan en
lugar de dejarlos atravesar el hastío, que de ahí nace la creatividad, se estimula
la imaginación y no sé cuántas otras pavadas que afirman desde sus escritorios
estos especialistas de la vida ajena que, me la juego, no tienen niños. Yo no
sé ustedes, pero el mío pasa diez minutos sin hacer nada y empieza a dar
vueltas por el living, mira sus juguetes con desgano y se desploma en el sillón
agotado de pereza. Acá la única que se quema el bocho pensando mil formas de
entretenimiento soy yo. Eso sí que es creatividad. Si fuera por él, a sus cinco
años viviría absorto frente a una pantalla: de la tele a la tablet, de ahí al celu
y vuelta a ver dibujitos (Ya que estamos: hay alguna chance de que lo creadores
de Peppa Pig estrenen nuevos capítulos?! Podría recitar de memoria los guiones
de las últimas cuatro temporadas).
Cri, cri…
Llevo cinco minutos sin
escucharlo. Estoy entre la preocupación de qué estará haciendo y el tipeo
frenético, tratando de ganar tiempo, de avanzar con mi columna –la editora ya
me mandó un wathsap con el ultimátum, si no le llega el material en media hora
cierra sin mí-. De pronto veo por el rabillo del ojo al pequeño punguista sacar
sigilosamente mi teléfono de la cartera. La droga capaz de calmarlo está ya en sus
manos. Y una, ciertamente progre, tan afecta a los juguetes de madera
ecológicos, didácticos, igualitarios; una que hasta ahora intentaba resistir el
embate alienante de las consolas de juegos, se da por vencida, exhausta después
de haberlo intentado todo. La verdad, no sé cómo han hecho mis amigas para
lograr que sus hijos se pasen una tarde leyendo a Julio Berne (¿será cierto?), mi
Julián llora cada vez que un paquetito trae un libro de regalo y no hace más
que pedir La Play cuando le toca pensar un deseo. Creo que ha llegado el
momento de terminar con esta pretensión absurda de negar la realidad virtual.
En cuanto entregue esta nota pienso ir hasta la casa de electrodomésticos a
comprar un poco de felicidad para mi hijo. Y algo de paz para mí.
Valeria Sampedro.
Nota publicada en la revista ParaTi el 10/2/17
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