Ser conocida a cualquier precio. Tamara de Lempicka, la pintora que usó
su cuerpo para llegar a un lugar de privilegio, era arrogante y ambiciosa. Se
casó con aristócratas, rechazó la bohemia parisina y desconoció a su hija.
Ascenso, promiscuidad y caída de la artista preferida de Madonna.
Puede
que esta nota esté plagada de datos inciertos. No hay forma de probarlo. Tamara
de Lempicka fue una mentirosa serial, capaz de falsear hasta su propia
biografía. Qué importa si nació en Rusia o en Polonia, como ella juraba; si fue
en 1898 o en 1902 como insistía en corregir. Como sea, lo que sigue es la
semblanza de una mujer despreciable.
Si habláramos de la contrafigura de una telenovela,
pensaríamos que los guionistas exageraron con el papel de la villana: fría,
ambiciosa, egoísta, manipuladora, promiscua y, encima, mala madre. Por lo
demás, una gran artista.
Fue una de las pintoras más importantes del
art-decó de los años 20 y sin embargo nadie sabe de ella. Cómo se explica tanta
indiferencia. Hay indicios para pensar que pudo haberse tratado de un simple
error de estrategia.
Así fue que tejió una compleja red de contactos,
elegidos a dedo según grupo social de pertenencia, cuenta bancaria y empatía,
en ese orden. Empezó a frecuentar los círculos más selectos de la aristocracia
y la burguesía rica. Se asomó a la bohemia del brazo de Joyce, Cocteau e
Isadora Duncan, pero le dio vértigo; mejor afincarse en la pradera nobiliaria.
Mientras, pintaba de manera febril. Y de a poco creó un estilo.
Su perfil de artista emancipada y transgresora, en
ella no significó conciencia de género. Tamara usó sus encantos físicos para
conseguir lo que buscaba. La ironía es que para convertirse en mujer sujeto
sintió la necesidad de cosificarse. Ya lo decía Maquiavelo: el fin justifica
los medios.
Por muchos Años
locos que fueran, Europa se vio escandalizada con este personaje que se
declaraba bisexual, participaba de orgías casi públicas y organizaba fiestas
despampanantes con cocaína de máxima pureza, alcohol y sirvientes que se
paseaban desnudos entre los invitados.
Su primera exposición importante fue en Milán,
gracias al patrocinio de un conde amigo. Y no tardó en conquistar el circuito
completo de galeristas parisinos.
Autorretrato
La imagen que mejor la describe es la que ella
misma pintó en 1925. Sentada al volante de su Bugatti verde esmeralda,
moderna, sofisticada y altiva, puro glamour. De casco plata, guantes largos,
labios pintados de rojo. Esa es la mujer que ella quería mostrar, independiente
y segura de sí, al mando de su vida.
Cuenta
la leyenda que Tamara adoraba el lujo; que vivía pendiente de lo que decían de
ella; que aunque tuvo un par de maridos y decenas de amantes nunca conoció el
amor. Y que fue una pésima madre.
“Mi hija fue mi mayor fracaso… no ha heredado nada
de mi” .
Acá viene la parte en que aprovechamos para
cuestionar el tan ponderado instinto maternal. Suponer que el sólo hecho de
parir hace brotar de una mujer la abnegación, el amor incondicional o el
impulso protector, es limitar el apego filial a una cuestión puramente biológica,
cuando hasta en el manual Kapelusz de primer grado deberían explicar que en
realidad se trata de una construcción cultural, por lo general idealizada.
Está claro que Lempicka no fue una madre dedicada.
Quedó embarazada a los 18 años, acababa de casarse y estaba en pleno desarrollo
de su arte. Kizette pasó la mayor parte de su infancia y adolescencia en
colegios pupilos o en casa de su abuela. Muchos de los amigos de Tamara,
incluso, ni sabían que tenía una hija y ella no se encargaba de aclararlo. Hasta
llegó a presentarla como su hermana, cuando la nena fue a visitarla a Nueva
York, donde la artista se había mudado con su segundo marido que –dicho sea de
paso- le otorgó el tan ansiado título de baronesa.
El ocaso de
una diva
Apenas poco más de diez años le duró el éxito a
Tamara de Lempicka. Tanto esfuerzo por vincularse y pertenecer; tanta energía
concentrada en mostrarse como una diva, para terminar penosamente olvidada en
cualquier desván.
No fue la moral de los años 40, espantada por tanta
frivolidad, lo que la condenó al fracaso. La moral a secas –se sabe-, más allá
de las épocas, siempre tiene un lugar para los indeseables con talento. Acaso
–como dice Laura Claridge, la biógrafa más rigurosa de Tamara- ...“Si alguna
oportunidad tuvo de ganarse una reputación en la primera línea del arte, la
perdió al rechazar la bohemia de la orilla izquierda en favor de su círculo de
gente rica”.
Y al final, fue Kizette la que se mudó
con su madre para cuidarla cuando ya estaba vieja y esclerótica, recluida en México,
sola. La que en adelante administró su legado de más de 500 cuadros, llegándole
a vender obras a Madonna, Jack Nicholson, Barbra Streisand. Y la que cumplió su
último deseo: que sus cenizas fueran arrojadas a un volcán cuando murió (en
1980). A los 85 años. O a
los 82. O quizás hayan sido 78. Vaya uno a saber...
Valeria Sampedro.
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